Jorge
Luis Borges
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil, que van creciendo y
agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la
lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja
y rectangular y cercada de árboles.
Me abrió la puerta un hombre tan alto que
casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No
había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las
paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La
mesa, por alguna razón, me extrañó.
En la mesa había una clepsidra, la primera
que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las
sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos
entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín.
Junté mis ya lejanas memorias de bachiller
y me preparé para el diálogo.
- Por la ropa - me dijo -, veo que llegas
de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los
pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes
temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el
riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
- Si no te desagrada ver comer a otro
¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije
que sí.
Atravesamos un corredor con puertas
laterales, que daba a una pequeña cocina en
la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de
maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo,
y una gran jarra de agua. Creo que
no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los
ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No
gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero
finalmente le dije:
- ¿No te asombra mi súbita aparición?
- No - me replicó -, tales visitas nos
ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué
prudente presentarme:
- Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la
ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras
inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
- Recuerdo haber leído sin desagrado - me
contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que
muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos.
Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la
invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del
olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local.
Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero
tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos
nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones.
No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te
llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
- ¿Y cómo se llamaba tu padre?
- No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí
un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano.
Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo
se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no
sólo eran más altos sino más diestros.
Instintivamente miré los largos y finos
dedos del hombre.
Éste me dijo:
- Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la
Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y
láminas.
No sin fatuidad repliqué:
- Es un libro impreso. En casa habrá más de
dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
- Nadie puede leer dos mil libros. En los
cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa
leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males
del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
- En mi curioso ayer - contesté -,
prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos
que es una vergüenza ignorar.
El planeta estaba poblado de espectros
colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie
sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos
pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones
y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del
secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a
las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la
del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una
suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos,
cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece
que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre.
Las imágenes y la letra impresa eran más
reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es
ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto
del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una
mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante.
También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero
no da mayor felicidad ni mayor quietud.
- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien
adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido
la forma más incómoda de la vulgaridad.
Cada cual ejerce un oficio.
- Como los rabinos - le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
- Tampoco hay ciudades. A juzgar por las
ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido
mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a
los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha
engendrado un hijo.
- ¿Un hijo? - pregunté.
- Sí. Uno solo. No conviene fomentar el
género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener
conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad.
Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o
simultáneo de todos los hombres del mundo.
Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
- Cumplidos los cien años, el individuo
puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria
no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o
juega a un ajedrez solitario.
Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de
su vida, lo es también de su muerte.
- ¿Se trata de una cita? - le pregunté.
- Seguramente. Ya no nos quedan más que
citas. La lengua es un sistema de citas.
- ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los
viajes espaciales? - le dije.
- Hace ya siglos que hemos renunciado a
esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos
de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
- Además, todo viaje es espacial. Ir de un
planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este
cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
- Así es - repliqué. También se hablaba de
sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba
por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de
luna.
Me atreví a preguntar:
- ¿Todavía hay museos y bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para
la composición de elegías.
No hay conmemoraciones ni centenarios ni
efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias
y las artes que necesita.
- En tal caso, cada cual debe ser su propio
Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
- ¿Qué sucedió con los gobiernos?
- Según la tradición fueron cayendo
gradualmente en desuso.
Llamaban a elecciones, declaraban guerras,
imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer
la censura y nadie en el planeta los acataba.
La prensa dejó de publicar sus
colaboraciones y sus efigies.
Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos.
La realidad sin duda habrá sido más
compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
- He construido esta casa, que es igual a
todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el
campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo
mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una
lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas
cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los
tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
- Ésta es mi obra - declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más
pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo
infinito.
- Si te gusta puedes llevártela, como
recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron.
No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
- Están pintadas con colores que tus
antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del
arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres
entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el
tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
- Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo
has visto a Nils?
- De tarde en tarde. Sigue siempre entregado
a la pintura.
- Esperemos que con mejor fortuna que su
padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no
dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres.
Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta
y salimos, cargados con las cosas.
Noté que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos
por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una
cúpula.
- Es el crematorio - dijo alguien -.
Adentro está la cámara letal.
Dicen que la inventó un filántropo cuyo
nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró,
nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de
entrar en el recinto se despidió con un ademán.
- La nieve seguirá - anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.
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