‘Confesiones de un seductor’
El amor según Gonzalo Arango
El
fundador del nadaísmo fue un seductor profesional que carecía de las
condiciones físicas inherentes al estereotipo ordinario. O al menos esto
advierte el poeta Jaime Jaramillo Escobar en el prólogo de Última página, la compilación de artículos de Arango
publicada recientemente.
El
escritor y periodista antioqueño conocido por ser el fundador del movimiento
nadaísta en 1958 fue columnista y colaborador de El Tiempo y la revista Cromos,
en los que publicó los 35 artículos compilados en el libro ‘Última página‘,
editado por la Universidad de Antioquia, la Universidad Pontificia Bolivariana
y la Universidad de Medellín. Acá reproducimos uno de ellos.
Confesiones
de un seductor
A veces
soy feliz, especialmente cuando amo. Dejo que la vida me pase por los ojos y me
deje existir con una pasividad que no hace resistencia al temor, ni a la idea
de morir. El espíritu de inquietud cede sus furores al silencio, y una especie
de bruma adormece las impaciencias del alma.
Pero el
amor, aunque es mi sentimiento más creativo, no puede ser nunca la imagen de un
amor feliz. Tiene que ser, necesariamente, un sentimiento de turbación, de
ruptura. Tenerlo a distancia para conquistarlo, en esa lucha radica su belleza.
Poseer plenamente un ser es destruirlo. Así, un sol deslumbrante destruye la
luz, sofoca la mirada y arruina el esplendor de los objetos. La posesión es
mortal al deseo, le roba su encanto, su misterio, ese misterio que es la
esencia del amor, su arma más seductora. Por eso, la mujer que oculta su
identidad en un antifaz, es excitante hasta la locura: estimula nuestra pasión
de posesión, nuestra pasión creadora. Su ocultamiento se abre como un desafío a
nuestra sed de conquista.
La mujer,
al entregar su amor, debe conservar para sí una zona inédita, de penumbra, esa
que el hombre descubrirá después de la posesión, que casi siempre deja en el
espíritu un sentimiento de rendición y nostalgia.
Si en ese
proceso de la conquista esa zona se ilumina con la plenitud, los amantes deben
renovarla, crearle al cielo de la pasión una nueva estrella y una nueva
distancia. Y así, el proceso creador del amor se hará infinito, y el sexo
dejará de ser un reclamo transitorio del instinto, para convertirse en un poema
de vida y atormentada belleza que sellará su duración, salvándose de las
amenazas de la rutina y el tedio.
No
proclamo la astucia y la traición que son armas fraudulentas del amor pueril.
Quiero excitar a la mujer a una rebelión de su naturaleza para que se sacuda
los complejos seculares de la burda dominación que la tienen sometida a un
destino miserable de objeto erótico y justificador del egoísmo viril. Esta
liberación será posible cuando la mujer decida romper las antiguas estructuras
que no le permiten más alternativa que una fatalidad procreadora, y cuando
abandone el coqueto narcisismo del eterno femenino, por cuya imbecilidad ha
pagado un precio demasiado caro. Entonces sí será un ser humano, un espíritu
creador de valores cuyo porvenir no sólo es el hombre, sino la historia.
Todos
amamos alguna vez, y fracasamos un poco. La experiencia, unida a la reflexión
sobre los sentimientos, no enseña a conocer la naturaleza del alma, que es
compleja como el misterio del mundo.
El amor
tiene dos enemigos mortales: la felicidad total, y la desdicha total. Ambos, si
se erigen en sistemas eternos de vida emocional, acabarán por destruirlo. Lo
ideal sería una verdad de amor cuyo equilibrio radicara en un poco de certeza y
un poco de duda; de posesión y lejanía; de plenitud y ansiedad; de ilusión y
nostalgia. En la síntesis de estos opuestos el amor encontrará su centro de
gravedad, su energía, y sus fuentes de duración.
—¿Por qué nunca dices que me amas?
—¿Para qué?
Adivínalo.
Si te lo estuviera recordando a toda hora te aburrirías y dejarías de amarme.
Tenía
razón. Con su silencio ponía en movimiento mi fantasía, me excitaba a una lucha
con sus fantasmas interiores, me ponía a dudar, a padecer los terrores de la
esperanza, o las dulzuras de la desesperación.
El único
porvenir del amor es el presente, y merecerlo cada día. Pues el amor tiene la
duración de las cosas efímeras: del día, de la ola, del beso. Su “eternidad”
depende de ese movimiento continuo para que una ola forme a la siguiente, y el
beso induzca de nuevo al deseo. Con este ritmo incesante el amor puede ganarse
como una victoria para toda la vida, que es mejor que para toda la “eternidad”.
Esa es,
en esencia, la naturaleza y el destino del amor: lo que nace vive, languidece,
muere y constantemente resucita. Y su resurrección dependerá del milagro, que
no es otra cosa que la poesía. Pero esta poesía no son versos, ni se refiere a
idealismos despojados de carne. Esa poesía es vida, está hecha del cuerpo de
los amantes, sus deseos, sus silencios, y de cada átomo de energía viviente.
El amor,
esa efusión, no es un divorcio del cuerpo y el espíritu, sino sus bodas. No
existe el amor carnal ni el amor ideal. Tales prejuicios son aberraciones
simbólicas de la moral. El auténtico amor, el puro amor, es la apoteosis de
cuerpo y alma reconciliados en la unidad viviente de dos seres triunfando sobre
la muerte, sobre la soledad, en el exilio de la tierra.
Digamos
en su honor que el amor es un misterio, y que su única evidencia es que existe.
Pues sin duda existe y aclara otros misterios con su poder revelador. A veces,
en noches de desamparo y amargo ateísmo, en brazos de una mujer, he descubierto
el rostro de Dios. Por eso para mí es sagrado, porque colma en mi alma los
abismos de lo divino, la necesidad de un ideal que dé sentido a la vida y haga
florecer la tierra. Pues Dios es todo lo viviente, sobre todo una mujer amada,
excepto cuando carga el amor de cadenas para hacer de la vida un infierno.
Estos
pensamientos que he pensado sobre el amor son la respuesta a una pregunta
furtiva de una mujer burguesa. Ella quería saber qué era para mí el amor, si
una pasión sexual o un sentimiento del espíritu. Yo le dije con sumo respeto:
—Señora, son las dos cosas, pero en la cama.
Como era
célibe y de moral estoica, se escandalizó. Pero yo no tengo la culpa de que el
rostro de la verdad sea, como en el caso del amor, un rostro desnudo. Mejor
dicho, dos rostros desnudos.
Cromos
(2.496), Bogotá, 12 de julio de 1965, p. 72.
https://www.revistaarcadia.com/agenda/articulo/gonzalo-arango-compilado-de-articulos-en-ultima-pagina/48784
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