El cambio cultural que Colombia necesita
Por Julián De Zubiría
Samper
Para darle la bienvenida al papa y a la paz, el primer paso que
deben hacer los educadores y los jóvenes es seguir unidos por la reconciliación.
En 4.000 colegios y 70 universidades del país realizamos, el
pasado 30 de agosto, múltiples actos simbólicos de reconciliación y perdón. En
unos, una comunidad vestida de blanco, oró para darle la bienvenida al papa; en
otros, se intercambiaron palabras, abrazos y cantos, ofreciendo el corazón y el
perdón. Pero el mensaje, en últimas, era
el mismo: Como nos enseñó John Lennon, lo que pedíamos era darle un chance a la
paz y a la reconciliación en Colombia.
Los colegios se llenaron de sensibilidad, alegría, afecto,
carteleras y abrazos. En las universidades se realizaron múltiples eventos
artísticos. Al hacerlo, los jóvenes nos recordaban que el arte ayudará a
florecer la sensibilidad que la guerra nos quitó a pedazos, pero que, como duró
tanto tiempo, casi nos arrebata el corazón entero. Los jóvenes le dieron una
profunda lección a la sociedad: la invitaron a dejar atrás una cultura que
hemos heredado de la guerra y que se caracteriza por la búsqueda del beneficio
personal, independientemente del daño que pueda causar a los otros. Antanas
Mockus la denominó la “cultura del atajo”, ya que la idea que predomina es que
hay que lograr el éxito en el menor tiempo posible y recurrir a todas las
artimañas creadas o por inventar. Es la cultura de la trampa, de las siliconas,
de las “pirámides económicas” y de la desconfianza hacia quienes nos rodean. Es
la que condujo a afirmar a los colombianos que “sin tetas no habría paraíso
para las niñas” y que, “a papaya puesta, papaya partida”. Es una cultura que
considera como “vivo” al que roba el dinero de la salud y la educación de los
niños, el que se cuela en la fila o el que golpea a su mujer para no “dejársela
montar de ella”. Es la cultura que le dice a la mujer violada que ella “se lo
buscó” por usar minifalda; es esa cultura que afirma que fue “por algo” que
mataron al líder social, ya que “quién sabe en qué andaba”.
Para que las guerras subsistan, quienes las promueven, necesitan
inventar enemigos y generalizar el miedo y la sed de venganza. Colombia no ha
sido la excepción. Algunos han sembrado odio y desconfianza a lo largo y ancho
del país. Hoy, su fruto más claro es la destrucción del tejido social, la
ausencia de proyectos conjuntos nacionales, la desconfianza en los otros y el
empoderamiento de la cultura del “vivo”.
“En momentos de ira e intenso dolor, la razón se nubla” decía
Aristóteles. Colombia está enferma emocionalmente, ya que ha vivido demasiado
tiempo en medio de la guerra y de las mafias. Tiene ira e intenso dolor, y por
ello no razona con cuidado. La guerra endureció el corazón de los colombianos,
nos dejó una estructura ética en la que predomina la búsqueda del beneficio
personal, aun a costa de atropellar a quienes nos rodean. Fruto de esta
combinación, el padre le dice al hijo que “no se la deje montar de los demás” y
que debe “pegar antes de que le peguen”.
En los colegios hay “desertores” y “bandas de guerra”. A los
mejores ciclistas los llamamos -como en las mafias- los “capos”. Es una cultura
que aceptó que las mafias se apoderarán, uno a uno, de los equipos de fútbol.
Algunos convirtieron a los narcotraficantes en sus héroes y varios partidos
políticos se financiaron con sus recursos; pero todos los vimos crecer ante la
complacencia del Estado y la sociedad. En silencio, convivimos con quienes
imponían una nueva estructura ética para el país. Ese fue su legado más
profundo, estructural y destructivo.
Hay políticos sintonizados con esta cultura mafiosa que invitan
al odio y que siembran desconfianza y sed de venganza, una especie de minas
antipersonales; en este caso, anti-tejido social. Son aquellos que se han
beneficiado política y económicamente del conflicto. Es relativamente fácil
explicar su éxito, ya que décadas de masacres, secuestros y desapariciones,
dejan cicatrices muy difíciles de sanar. Hábilmente, estos políticos crean un
discurso del desasosiego. Y, en un país
tan inculto y tan acostumbrado a las muertes y a la acción de los sicarios, la
estrategia explota electoralmente las emociones primarias. Ellos saben que el
miedo es el arma secreta de la manipulación y han sabido acrecentarlo a punta
de falacias y mala educación. Su discurso es corto en ideas y futuro, pero
poderoso para los propósitos electorales. Ellos están dispuestos a “vender su
alma al diablo”, con tal de volver al poder e impedir que la justicia los
alcance.
Sin embargo, los jóvenes tienen el potencial para devolvernos la
esperanza. Están -como muchos de nosotros- hastiados de un discurso político
que sólo busca el retorno al poder de quienes fueron desplazados por la fuerza
los tiempos. Como millones de colombianos, quieren que el debate no se centre
en los intereses electorales de la clase política. Quieren conocer los sueños y
las expectativas de otros jóvenes, las hazañas de nuestros deportistas, los
resultados de los estudios de nuestros investigadores y la voz de los
silenciados. Creen y quieren enseñarnos a tolerar y a respetar las diferencias.
Son más valientes y por ello, quieren decir, a voz en cuello, lo que piensan.
Tardíamente han aceptado la invitación de Jaime Garzón, quien les recordaba
que, si ellos no se empoderaban para resolver los problemas nacionales, nadie
vendría a resolvérselos. Yo les agrego que, si siguen indiferentes, lo más
probable es que se los resuelvan en contra de ellos. Pero ahora están
convencidos de que, ante el silencio de los fusiles y los cilindros de gas,
deberían sonar los violines y las trompetas. Su mensaje es tan sencillo como
profundo: Más arte, educación, cultura y nueva música colombiana y menos
explosiones de ira y de metrallas. Muchos nos contagiamos de su alegría y
esperanza.
Estanislao Zuleta nos decía que la democracia no es la ausencia
de contradicciones, sino el aprender a manejarlas sin tener que matarnos. Como
él, muchos aspiramos a que los conflictos no se sigan resolviendo a machete y
bala, como hasta el momento ha sucedido en Colombia; que el Día de la madre
deje de ser en el que más homicidios se cometen y que los jóvenes no mueran sin
conocer la primavera.
Como tantos jóvenes, no queremos salir a la calle y que alguno
se sienta más “vivo” porque se coló en la fila. No queremos oír a nuestros
presidentes en ejercicio invitando a “darle en la jeta a otro”, ni a robar, así
algunos crean que existen “justas proporciones” del hurto. No queremos que los
padres sigan enterrando a sus hijos porque son líderes sociales o jóvenes
empobrecidos. No queremos que el debate político se silencie porque algunos han
sembrado por todo el país el miedo y la sed de venganza; así como sucedía antes
cuando no podíamos caminar porque estaba lleno de minas “quiebra patas”,
secuestros y extorsiones.
Parafraseando a Winston Churchill, podríamos decir que “los
políticos piensan en exceso en las próximas elecciones, en tanto los educadores
pensamos en las próximas generaciones”. Esa es la crucial diferencia. Por eso
suele haber desconfianza entre unos y los otros.
Queremos un país que escuche más a los educadores que a los
políticos, un país que invierta más en ciencia, investigación, educación,
cultura y deporte, y menos en guerra y en corrupción.
Ese cambio cultural es posible, pero lento. Y podemos estar
totalmente seguros de que no lo impulsarán los políticos. Este cambio será
jalonado por los jóvenes y la sociedad civil. Hay que repetirlo hasta el
cansancio: La educación es el único camino a la paz. La explicación es
sencilla: firmamos unos acuerdos, pero la paz verdadera sólo es posible
cambiando esta cultura heredada de la guerra.
Nos tardaremos décadas hasta que aprendamos a valorar la vida, respetar
las diferencias y a trabajar en común para fortalecer el tejido social y los
sueños colectivos. Por eso, tenemos que empezar cuantos antes. La visita del
papa Francisco y la Jornada por la Reconciliación, nos invitan a dar el primer
paso. Para dar el segundo, tendremos que quitarles los micrófonos a los
políticos y dárselo a los jóvenes, los artistas y los educadores. Ellos
representan la vida, la esperanza y el futuro. Como decía Cortázar, “La
esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.
Julián De Zubiría Samper
Director del Instituto Alberto Merani y consultor en educación de
las Naciones Unidas.
http://www.semana.com/educacion/articulo/papa-francisco-reconciliacion-para-colombia-en-educacion/538761
No hay comentarios:
Publicar un comentario