Las universidades no están formando mejores ciudadanos
Por Julian De Zubiría*
Las instituciones de educación superior colombianas privilegian la enseñanza
académica y dejan de lado la formación integral. Si queremos construir la paz,
hay que equilibrar esta situación.
Hace dos
décadas, la Comisión de Educación de los Estados Unidos invitó a las
universidades a promover entre los jóvenes estrategias que les permitieran
cualificar el manejo del dinero y seleccionar las ideas más relevantes al
interpretar la información que circula a diario en las redes. Los expertos que
la conformaban insistieron en que eran competencias muy poco trabajadas en la
educación superior. Un estudio similar en Colombia realizado por Corpoeducación
y la Universidad de Antioquia seleccionó doce competencias esenciales para
trabajar en todas las carreras profesionales, la gran mayoría socioemocionales
y comunicativas tales como trabajo en equipo, autodisciplina, inteligencia
emocional, planeación, escucha, lectura y escritura.
La conclusión de los dos estudios anteriores es significativa: a
juicio de los empresarios, lo que se enseña en las universidades no es esencial
para desempeñarse en el mundo laboral y, en cambio, lo que sí que requieren las
empresas de sus trabajadores, las instituciones de educación superior no lo
abordan.
Una reciente investigación elaborada también en Estados Unidos
concluye que mientras el 96 % de los directores académicos de las universidades
están satisfechos con la formación ofrecida, tan sólo el 10 % de los líderes
empresariales la considera pertinente. La queja es similar a la que años atrás
presentaban investigadores y miembros del gobierno, aunque ahora enfatizan en
la carencia de pensamiento crítico, creatividad y capacidad para enfrentar
problemas complejos y semiestructurados. Aun así, la crítica más generalizada
sigue siendo la misma: en las universidades –dicen los empresario– no se
desarrolla la inteligencia emocional de los jóvenes, debido a lo cual suelen
presentar serios problemas de empatía, tolerancia, persistencia y capacidad
para trabajar en equipo.
Varios grupos sociales también comparten esta
queja. Les preocupa la ausencia de formación en competencias ciudadanas
vinculadas con el respeto a la diferencia y la responsabilidad social de los
egresados del sistema.
Lo extraño es que, pese a las reiteradas críticas de los
sectores sociales y empresariales, no parece haber ningún cambio significativo
en las universidades que siguen concentradas, casi de manera exclusiva, en un
trabajo técnico y académico. Pero las evidencias de que esta lógica formativa
no funciona no podrían ser más dramáticas: buena parte de los estafadores de
“cuello blanco” han sido formados en universidades del país y la mayoría de
ellos posee títulos de pregrado y maestrías. Un hecho desconcertante y
simbólico en esta paradoja es el grado con honores que recibió Guido Nule en
2002 después de culminar su tesis titulada “Ética y
responsabilidad social de las empresas”. Las instituciones de educación superior se
defienden con el argumento de que son “casos aislados”. Pero no es cierto.
Hay que
reconocer que las universidades fueron creadas bajo un enfoque tradicional que
suponía que el papel de la educación era transmitir las informaciones
científicas y que la formación ética y ciudadana debería realizarse por fuera
de las instituciones educativas. Por eso, en ellas no hay evaluación ni
mediación de actitudes: ser solidario o autónomo no incide en la promoción de
semestre y los docentes dejan por completo de lado el trabajo ético. No se
orienta a los estudiantes para que mejoren el conocimiento de sí mismos, no se
cualifica el trabajo en equipo, ni se analizan los dilemas éticos que plantean
la ciencia y la vida. Tampoco existe algún tipo de apoyo para construir de
manera mediada el proyecto de vida personal. Más grave aún: el docente
universitario realiza un trabajo casi por completo aislado e independiente. En
este contexto de amplia fragmentación es imposible asumir la tarea colectiva de
la formación de mejores ciudadanos.
Lo extraño es que, pese a las reiteradas críticas de los
sectores sociales y empresariales, no parece haber ningún cambio significativo
en las universidades que siguen concentradas, casi de manera exclusiva, en un
trabajo técnico y académico. Pero las evidencias de que esta lógica formativa
no funciona no podrían ser más dramáticas: buena parte de los estafadores de
“cuello blanco” han sido formados en universidades del país y la mayoría de
ellos posee títulos de pregrado y maestrías. Un hecho desconcertante y
simbólico en esta paradoja es el grado con honores que recibió Guido Nule en
2002 después de culminar su tesis titulada “Ética y
responsabilidad social de las empresas”. Las instituciones de educación superior se
defienden con el argumento de que son “casos aislados”. Pero no es cierto.
Hay que reconocer que las universidades fueron creadas bajo un
enfoque tradicional que suponía que el papel de la educación era transmitir las
informaciones científicas y que la formación ética y ciudadana debería
realizarse por fuera de las instituciones educativas. Por eso, en ellas no hay
evaluación ni mediación de actitudes: ser solidario o autónomo no incide en la
promoción de semestre y los docentes dejan por completo de lado el trabajo
ético. No se orienta a los estudiantes para que mejoren el conocimiento de sí
mismos, no se cualifica el trabajo en equipo, ni se analizan los dilemas éticos
que plantean la ciencia y la vida. Tampoco existe algún tipo de apoyo para
construir de manera mediada el proyecto de vida personal. Más grave aún: el
docente universitario realiza un trabajo casi por completo aislado e
independiente. En este contexto de amplia fragmentación es imposible asumir la
tarea colectiva de la formación de mejores ciudadanos.
Los seres humanos somos el resultado de múltiples procesos de
mediación sociocultural, histórica, familiar, institucional y personal, de ahí
que sería equivocado responsabilizar sólo a uno de ellos de los resultados. Lo
que haga un docente y una universidad en un momento dado es sólo uno de los
factores que influyen el desarrollo. Lo que sí sería muy grave es que no
hiciéramos todo lo posible para garantizar una mejor formación integral en la
universidad. Desafortunadamente, no lo estamos haciendo.
No basta formar contadores si al mismo tiempo no analizamos los
costos morales de la doble contabilidad. De nada sirve formar buenos abogados,
si ellos creen que el derecho no tiene que ver con la ética. De muy poco le
sirve a la sociedad un administrador cuya finalidad es la maximización de las
utilidades, si ella implica la subfacturación de costos y la evasión tributaria.
Nuestros científicos sociales le agregarían poco a la sociedad si creyeran que
la corrupción es natural a la vida y salieran a hacer política pensando en las
próximas elecciones y descuidando a las próximas generaciones. Nuestros
científicos naturales quedarían en deuda con la sociedad si fueran indiferentes
al cambio climático o si, ante el dilema ético que representa botar desechos,
primaran exclusivamente los intereses económicos de las empresas para las que
trabajan.
Las universidades colombianas tienen que asumir de manera
íntegra el compromiso que el momento histórico les demanda. La tarea para la
educación en las próximas décadas tendrá que ligarse a la construcción de la
paz e impulsar un cambio que permita superar una cultura heredada de las guerras
y las mafias. Pero esto es válido desde la educación inicial hasta el
doctorado. Estamos ante la infinita posibilidad de superar un pasado bañado en
sangre y se requiere de un esfuerzo colectivo y conjunto de toda la sociedad
para lograrlo. Obviamente no será una tarea exclusiva de los educadores, pero
universidades y colegios tendrán necesariamente un rol protagónico en las
nuevas condiciones históricas que nos correspondió vivir. Se trata de
garantizar una formación más integral, que garantice un trabajo que involucre
el cerebro, el corazón y el cuerpo. Se trata de reconocer que el papel esencial
de toda educación es formar un mejor ser humano y que ello sólo se garantizará
si todos los docentes, de todas las asignaturas y carreras, entendemos que la formación
de mejores ciudadanos es una responsabilidad colectiva.
Un trabajo integral exigiría abordar propósitos y contenidos que
ayuden a los jóvenes a pensar, valorar y hacer en cada una de las carreras y
asignaturas. No se trata de crear cátedras formales, aisladas y desarticuladas,
como ha sido la costumbre equivocada en Colombia, sino de asumir colectivamente
y de mejor manera nuestra profunda responsabilidad con la historia.
Lo primero que hay que entender es que el propósito de la
educación universitaria, necesariamente debería consistir en desarrollar
procesos y competencias de carácter más general y no aprendizajes de carácter
particular y fragmentado. Eso implica que la educación –tanto en la básica como
en la universidad– debe estar focalizada en el desarrollo integral y no en el
aprendizaje particular. Sin embargo, ello no será posible de alcanzar con
currículos diseñados desde la fragmentación y la súper especialización. Por
ello, una condición previa es elevar la reflexión pedagógica en las
universidades colombianas –la cual es hasta el momento muy baja– para gestar
nuevos currículos y nuevos modelos pedagógicos.
Somos seres que pensamos, sentimos y actuamos. De allí que una
educación universitaria que no le asigne el mismo valor a la formación de
mejores ciudadanos, seguirá en deuda con la sociedad. Esa deuda histórica debe
ser saldada, sin falta y de manera general y estructural, por las universidades
colombianas en las próximas décadas. De lo contrario, estaremos dejando que nos
roben la esperanza de vivir en un país en paz, tal como de manera inspiradora,
ética y profunda nos recordaba el papa Francisco en su reciente visita a
Colombia.
* Director del
Instituto Alberto Merani y consultor en educación de las Naciones Unidas.
http://www.semana.com/educacion/articulo/formacion-en-competencias-socioemocionales-en-universidades-colombianas/540281
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