Crítica literaria del
libro “Siete cuentos morales”
Camilo Ángel Urazán * / Especial para El Espectador
El Premio Nobel de Literatura 2003 y uno de los
escritores más prestigiosos de nuestro tiempo cumple hoy 81 años de edad.
Declarado ateo públicamente, no le preocupa en lo más mínimo el concepto de
pecado y por lo tanto de culpa. En cambio, le interesa categóricamente la
exploración moral.
John Maxwell Coetzee nació en
Sudáfrica el 9 de febrero de 1940 y vive en Australia, donde también es
profesor de literatura. Aquí en Roma en 2014.
“Así que esa es la cuestión: si el contacto con
la belleza nos hace mejores”. Las palabras de Helen, hija de Elizabeth
Costello, pronunciadas para abreviar en una frase los radicales
cuestionamientos estéticos de su madre, expresan un asunto filosófico de orden
mayor que atañe a todo aquel que sostiene una relación activa con el arte, bien
sea una relación de consumo o de producción. Con evidente inquietud por
resolver la pregunta sobre el sentido de su oficio de escritora y de su vida
misma, Elizabeth Costello declara en el cuento Una mujer que
envejece “cuando quise, viví en el seno de la belleza. Lo que me
pregunto ahora es: ¿de qué me ha servido toda esa belleza? ¿no será la belleza
otro objeto de consumo como el vino? Uno bebe, lo traga, nos da una breve
sensación placentera, embriagadora, pero ¿qué queda? Lo que el vino deja como
saldo, con tu perdón, es la orina; ¿cuál es el saldo de la belleza? ¿En qué
hace bien? ¿nos hace mejores?”.
A pesar de suponer que su madre le respondería en
su habitual tono escéptico y le diría “que toda esa belleza que hubo en su vida
no le ha hecho ningún bien apreciable, que cualquiera de estos
días se va a hallar a las puertas del cielo con las manos
vacías y un gran signo de interrogación en la frente”, Helen le dice claro a su
madre lo que piensa de su radical cuestionamiento: “Lo que no vas
a decir -porque no sería propio de Elizabeth Costello- es que lo que has
producido como escritora no sólo tiene su belleza, una belleza acotada, desde
luego –no es poesía– pero belleza al fin: forma agradable, claridad, economía.
Lo que no vas a decir es que lo que has escrito ha cambiado la vida de otros,
ha hecho de ellos seres humanos mejores, o algo mejores. No porque tus obras
contengan lecciones sino porque son una lección”. Como era de
esperarse, Elizabeth duda y no está convencida de eso.
¿Es la
belleza un medio o fin? Se me ocurre que esa sería otra manera de plantear la
pregunta y dar cabida en la discusión al viejo asunto ético del arte por el
arte o el arte comprometido, un arte que asume la belleza como un fin en sí
mismo y un arte que la asume como un medio para procurar la justicia. De
acuerdo con lo que podemos inferir del diálogo de sus personajes, el autor de
esta ficción considera más sensato asumir la belleza como una lección, como la
posibilidad de aprender y enseñar algo, como una exigencia moral por encima de
la inherente complacencia estética que supone.
¿Nos hace mejores personas el contacto con la
belleza? En efecto, esa es la cuestión central y pregunta de fondo a la que
responde el libro Siete cuentos morales, obra que desde su mismo
título hasta sus últimas líneas está dedicado a exponer tácitamente la
convicción del autor sobre el propósito didáctico (manifiesto o latente) de
todo texto de ficción. En efecto, la cuestión se traslada por contagio al
lector, bien sea porque éste alguna vez se hizo la pregunta sin considerar
urgente emitir un veredicto o porqué el propósito del texto es causar esta
reflexión; postulado que después de mascarlo con paciencia y a pesar de íntimos
remilgos, yo también suscribo.
Es
innegable que la ficción es una necesidad humana y que acudimos a ella en busca
de placer, entretenimiento, diversión, evasión, en suma, en busca de una
experiencia. Pero digámoslo claro, si detrás de todo esto no hay algún tipo de
enseñanza, inquietud, pregunta, reflexión, aprendizaje, crecimiento o
conocimiento personal o del mundo y sus hechos –por mínimo que sea– entonces en
el mencionado acto de lectura no se podría catalogar formalmente como una
experiencia y, en consecuencia, nos preguntaríamos ¿qué propósito final tiene
la lectura? o siguiendo el hilo de las palabras de Costello ¿cuál es el saldo
que nos deja? ¿nos hizo algún bien que podamos considerar perdurable?
Las
palabras de Kafka, una de las principales influencias de Coetzee, se tornan
felizmente apropiadas para responder a estas preguntas: “Pienso que sólo debemos
leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no
nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en
leerlo? ¿Para qué nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos
igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! (…) Un libro debe ser el
hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros. Eso es lo que creo”.
En mi caso, ahora yo también estoy convencido de eso; al igual que Coetzee,
quien comprometido con su credo didáctico siembra en nuestro pensamiento por
medio de relatos de ficción, urgentes reflexiones a propósito de la conducta y
el comportamiento humano.
Según el Diccionario
Filosófico de André Comte-Sponville moral es “el conjunto de las
reglas que yo me impongo a mí mismo, o que debería imponerme, no con la
esperanza de una recompensa o el temor de un castigo, que sería sólo egoísmo,
no en función de la mirada del otro, que sería sólo hipocresía, sino al
contrario, de forma desinteresada y libre: porque me parecen imponerse
universalmente (para todo ser razonable) y sin que haya necesidad para eso de
esperar o temer cualquier cosa”.
Entonces
el asunto de este libro bien logrado no se trata de la belleza, el amor o la
compasión; ni tampoco de la furia, la indiferencia o la aprobación de Dios.
Consiste
esencialmente en un necesario llamado a cumplir con el deber inherente de todo
ser humano por el simple hecho de pertenecer a la especie, el único deber o el
que resume todos los demás deberes: actuar humanamente. Son los humanos los
únicos que tienen deberes en esta Tierra, ningún otro ser vivo que la habite ha
desarrollado lenguaje simbólico complejo, consciencia y –gracias a esto– la
capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Para poder ser considerado como
tal el ser humano debe ser un ser moral, pues la moral es aquello por lo cual
la humanidad llega a ser humana, en el sentido normativo del término (en el
sentido en que lo humano es contrario de lo inhumano), al rechazar la apatía y
la barbarie que no dejan juntas de amenazarla, de acompañarla, ni de tentarla.
O recordarnos, a fuerza de tragedias y dolor, nuestra condición animal.
Es precisamente el hecho de experimentar primordialmente la inmanencia del instinto, el deseo y las emociones, como consustanciales
a la condición humana, lo que lleva a Coetzee a llamar la atención sobre la
necesidad de percatarnos de la inmanencia de la condición moral de la especie,
más allá de credos, cultos y religiones, sino obedeciendo al hecho biológico de
experimentar empatía y poder tomar decisiones que vayan más allá del egoísmo,
es decir, de recompensas que solo benefician al individuo que decide. O de
igual forma, también gracias a ese cambio de perspectiva (empatía) llamado
coloquialmente ponerse en los zapatos del otro, juzgar las decisiones de otra
persona; aquellas decisiones que tornamos a calificar como egoístas por
contravenir intereses propios.
Si bien es descabellado afirmar que los
correspondientes siete pecados capitales discurren con sigilo y son el tema de
fondo de estos siete cuentos morales, no es insensato considerar que de alguna
u otra manera en cada uno de los cuentos habita una reflexión laica sobre las
siete virtudes antagónicas de las pecaminosas faltas, una meditación puesta en
escena por medio de historias y situaciones en que los personajes se enfrentan
a dilemas morales relacionados con la libertad, la justicia, la belleza, la
verdad y la muerte.
Es evidente que al autor, declarado ateo
públicamente, no le preocupa en lo más mínimo el concepto de pecado y por lo
tanto de culpa.
En cambio, le interesa categóricamente el ya analizado concepto de moral y su relación en
términos deónticos[1]
con el principio o valor que desde Aristóteles hasta Hofmansthal motiva la
voluntad humana de darle forma al fluir de la vida y orden a la anarquía del
mundo: la justicia. “No
me interesa el amor, lo único que me interesa es la justicia”, le expresa
Elizabeth Costello a su hijo John en una conversación sobre los gatos de la
calle que ha decidido proteger; una filosófica charla sobre la relación de los
hombres con los animales.
Tema recurrente en la obra de este autor, premio
nobel de literatura del año 2003, que aparece igualmente en otros libros
como En defensa de los animales (1999) y Elizabeth
Costello (2003), y tema también con el que comienza y se cierra este
libro.
El perro, cuento con el que abre el libro, es una historia
donde el odio de un animal y el miedo de una muchacha se encuentran dos veces
al día en la reja de la casa de unos ancianos apáticos, que luego de ser
interpelados por la joven, aseguran que simplemente su mascota es un buen perro
guardián. Siguen los cuentos Una historia y Vanidad. El
primero, un relato sobre la ausencia de culpa, la fidelidad y la libertad en
una relación matrimonial. El segundo, una historia sobre una mujer mayor que
anhela volver a sentir posarse sobre su cuerpo la mirada del deseo, y para eso
se corta y pinta el pelo de un modo que llama la atención de sus hijos y sus
nietos, quienes van a visitarla a su casa en su cumpleaños número sesenta y
cinco.
Esa es precisamente la entrada y regreso de
Elizabeth Costello, quien de ahí en adelante será la protagonista del resto de
historias. Una mujer que envejece, La anciana y los gatos, Mentiras y El
matadero de Cristal, son cuatro cuentos en los que se funde la ficción y el
ensayo, la literatura y la filosofía, la sombra de la muerte poniendo a prueba
nuestras más altas categorías morales y estéticas (justicia, verdad, belleza) y
el claroscuro de la empatía obstinándose en no naufragar en medio del
irreprochable mar de la injusticia y la impotencia. Una empatía que Costello
juzga innata en nosotros, al menos en esta época, y que podemos optar por
cultivarla o dejar que se marchite.
Elizabeth es una mujer mayor de edad que se ha
ganado la vida y un prestigio internacional como escritora, y entrada ya en los
años definitivos sabe que pontificar no es más que ponerse la más pesada de las
máscaras. Aproximándose a la muerte duda de todo: de su oficio, de su vida, de
su obra. Pero a pesar de esto no deja de insistir en el valor de la justicia –
y algunas virtudes afines como la generosidad, la caridad y la templanza– o al
menos eso es lo que nos dicen acciones como proteger a un hombre desamparado y
poco dotado mentalmente para ser autónomo, proteger también a los gatos que
todo el pueblo desprecia y solicitar a su hijo, reconociendo el decaimiento de
su salud y su juicio, la mirada de unos textos de los cuales sospecha que algo
pueda valer la pena.
A pesar del ánimo lúgubre que reconoce o el humor
otoñal como lo nombra su hijo John, “soy la que solía reír, pero ya no ríe. Soy
la que llora”. A pesar de la inminencia de su muerte o del ruido cartesiano del
reloj de su consciencia: la duda. A pesar de experimentar el naufragio de sus
convicciones por comprobar a donde mire la tiranía del egoísmo humano. A pesar
de todo esto Elizabeth se aferra a una última creencia que podríamos considerar
el núcleo de su código moral como escritora: el deber de escribir para
trasmitir a los otros la memoria de los seres insignificantes cuyo camino se
cruzó con el suyo cuando iban rumbo a la muerte. En su caso particular, la
memoria de los animales. Ella misma había afirmado que “el mundo no sigue
andando gracias al amor sino gracias al deber” y el deber que ella se impuso
por considerarlo un imperativo moral es la justicia, ejercida a través del
poder de las palabras para generar y trasmitir la memoria de todo lo que la
oscuridad y el olvido devora de manera inclemente, como esos “millones de
pollitos a quienes les concedemos la gracia de vivir un día antes de
triturarlos porque no tienen el sexo que queremos, porque no encajan en nuestro
proyecto comercial”.
En definitiva, Siete cuentos morales es
un libro que nos interpela; un tejido fino de ficciones que disertan y exponen
la condición humana como un campo de tensión entre las emociones y la razón,
entre el anhelo y la fatalidad, entre la fe y la duda. Somos el lugar donde
encarna la contradicción, la paradoja y el dilema moral. El egoísmo y la
vanidad nos determinan como especie. Sin certezas de ningún tipo navegamos en
un mar de incertidumbre rumbo a la oscuridad. Enfermamos y morimos sin remedio
o salvación. Pero nada es excusa para ser crueles, apáticos y mezquinos.
Frente a este lúgubre escenario, Elizabeth Costello
opta por la empatía y la justicia como dos cirios morales para caminar entre
las sombras. Abrumada por la pérdida de claridad mental y de la fe en la
historia, por el hundimiento y disolución de sus creencias en la niebla y
confusión de su cabeza, Elizabeth se aferra a la escritura como posibilidad de
establecer un tribunal paralelo llamado memoria.
No podemos restituir lo perdido, pero podemos
lograr que no se olvide.
*
Profesional en Creación Literaria de la Universidad Central de Colombia,
tallerista y estudiante de la Maestría de Escrituras Creativas de la
Universidad Nacional, línea de Poesía.
[1] La lógica deóntica ('lo debido , lo necesario') es la
lógica de las normas y de las ideas normativas. Su campo de estudio
corresponde, como «autorizado», «prohibido», «obligatorio», «indiferente».
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